Somos así. Una mirada y ¡zas!, ya hemos encasillado al personal. Los experimentos de John Bargh de la Universidad de Yale muestran que nuestro cerebro solo necesita dos décimas de segundo para formarse la primera impresión. Esa sensación no proviene de nuestro córtex. No surge de nuestra parte racional, sino de la amígdala, una estructura cerebral que da cuenta de nuestras emociones. No es una conclusión lógica y razonada, es más bien una sensación inconsciente que decanta nuestro corazón hacia un lado u otro.
Si programáramos a un robot para que clasificara a las personas, seguramente lo diseñaríamos para que recogiera el máximo de datos antes de extraer una conclusión. A nosotros nos programó la evolución, y no lo hizo así precisamente. Cuando nuestros antepasados se encontraban ante un extraño, su cerebro debía decidir lo más rápidamente posible si era peligroso o no, de ello dependía su supervivencia. Si sus neuronas hubieran dedicado mucho tiempo a recabar información, quizá la conclusión habría llegado demasiado tarde. Así que estamos cableados para llegar a un juicio rápido basado solo en algunos detalles. Si ante un desconocido, algo de su aspecto nos recuerda inconscientemente a alguien que nos perjudicó en un pasado, probablemente nos sentiremos amenazados. Puede que nuestra sensación sea atinada o puede que no. Quizá sea una simple peca la que nos genera esa impresión. Bromas que gasta la evolución.
"La intuición es poderosa; a menudo, sabia, y a veces, peligrosa" (David G. Myers)
Lo peligroso del tema no es solo que nuestra primera impresión puede estar totalmente equivocada, sino que es bastante determinante. Marca sobremanera las percepciones posteriores. Tanto, que apenas tomamos en cuenta si las informaciones siguientes apuntan en otra dirección.
Robert Lount de la Universidad de Ohio realizó un estudio mediante un videojuego de rol. El participante jugaba con otro que en realidad era el ordenador. El supuesto compañero (el ordenador) traicionaba a los participantes. A algunos, los traicionaba al principio; a otros, a la mitad, y a otros, al final. Los que se sentían engañados al principio no confiaban más en sus supuestos compañeros, cosa que no ocurría si eran traicionados a la mitad. Es más, cuando al final del juego se les preguntó qué impresión les había causado su compañero, si habían sido traicionados al principio, las impresiones eran mucho más negativas que si habían sido traicionados a la mitad o al final. Estos resultados apuntan hacia algo que ya sabíamos: si alguien nos engaña de entrada, difícilmente volveremos a confiar en esa persona; sin embargo, si lo hace cuando ya ha ganado nuestra confianza, quizá no la perderá. El orden es clave, lo primero determina.
"Tengo mucha psicología, cuando veo a alguien ya sé de qué pie calza, y siempre acierto". Certezas aplastantes como esa se oyen a menudo. Existen dos fenómenos psicológicos que son los culpables de que a veces nos sintamos tan cargados de razón: la atención selectiva y la profecía autocumplida.
El mundo es un caos. Y los humanos nos sentimos muy desorientados en ese embrollo. Necesitamos ordenarlo. Así que tenemos una especie de casillero mental donde lo vamos clasificando todo. Una vez esa idea ya tiene su lugar en nuestro cerebro, nos gusta mucho ir apuntalándola. Nuestros ojos escudriñan la realidad solo buscando los datos que validan nuestras certezas, y pasan totalmente por alto las informaciones que las contradicen. Por eso, en parte, creemos tener tan buen ojo con la gente, sin darnos cuenta de que nuestro ojo tiene una parte ciega.
"Nunca tendrás una segunda oportunidad de causar una buena primera impresión" (Anónimo)
Pablo cree poseer un talento especial para detectar a los clientes que finalmente acabarán comprando algún mueble. Analicemos a Pablo. Entra un hombre trajeado en su tienda y rápidamente lo analiza, "este tiene pinta de que se va a dejar el dinero". Con este pensamiento motivador en mente se dirige con la mejor de sus sonrisas al cliente y lo informa detenidamente sobre el producto. Y efectivamente, al final, el cliente compra. Ese mismo día entra otra señora. Por su aspecto, Pablo cree que no adquirirá nada. La clienta le pregunta por un secreter, y Pablo le contesta con desgana. La señora se marcha. ¿Realmente Pablo tiene una intuición especial o es su conducta la que determina el resultado final?
No podemos evitar seleccionar la información y es muy difícil no crearnos expectativas. Afortunadamente, si conocemos nuestras tendencias podemos ir suavizándolas. Sabemos que nuestras neuronas están programadas para darnos una impresión muy rápida del extraño que tenemos delante. Por suerte, hoy en día no tenemos tanta prisa como nuestros antepasados por emitir un juicio. Si, de entrada, nuestro corazón nos dice que se trata de una buena o mala persona, podemos intentar ser conscientes de esa sensación inconsciente y matizarla con más datos que vayamos recabando sobre la persona. No hay prisa.
La primera impresión, la surgida del inconsciente, no la hemos de desechar. Tenemos que escuchar los murmullos de nuestro inconsciente, pero matizarlos con los datos que nuestra conciencia, con más lentitud, vaya recopilando.
"Con seguridad, cuando trates de causarle buena impresión a alguien cometerás alguna estupidez" (Anónimo)
Nos gusta gustar. Y encima, a todo el mundo. Paradójicamente, ese deseo puede ser culpable a veces de que no caigamos bien. Lo primero sería extirparnos del cerebro esa ridícula idea de agradar a toda costa. Con el deseo de gustar, en una mano, y con la certeza del determinismo de la primera impresión, en la otra, no es fácil mantenerse tranquilo cuando vamos a conocer al alguien y podemos cometer muchos deslices, por ejemplo, en una entrevista de trabajo.
El error por excelencia es "la actuación". Cuando actuamos puede haber una especie de disociación entre lo que decimos y lo que comunicamos por vía no verbal. Nuestros gestos y nuestras palabras no bailan armoniosamente. Y esa incongruencia es algo que no pasa desapercibido al inconsciente de nuestro interlocutor. Ser nosotros mismos, la autenticidad, es lo mejor para causar una buena primera impresión.
Sin embargo, lo de ser auténticos es un consejo que nos suena fatal si no nos gustamos. La raíz de la primera impresión que causamos a los demás se encuentra en la impresión que tenemos de nosotros mismos. Dejar de preocuparnos tanto por la imagen que proyectamos y ocuparnos más de cómo estamos con nosotros mismos puede ser un sabio camino.
Si programáramos a un robot para que clasificara a las personas, seguramente lo diseñaríamos para que recogiera el máximo de datos antes de extraer una conclusión. A nosotros nos programó la evolución, y no lo hizo así precisamente. Cuando nuestros antepasados se encontraban ante un extraño, su cerebro debía decidir lo más rápidamente posible si era peligroso o no, de ello dependía su supervivencia. Si sus neuronas hubieran dedicado mucho tiempo a recabar información, quizá la conclusión habría llegado demasiado tarde. Así que estamos cableados para llegar a un juicio rápido basado solo en algunos detalles. Si ante un desconocido, algo de su aspecto nos recuerda inconscientemente a alguien que nos perjudicó en un pasado, probablemente nos sentiremos amenazados. Puede que nuestra sensación sea atinada o puede que no. Quizá sea una simple peca la que nos genera esa impresión. Bromas que gasta la evolución.
"La intuición es poderosa; a menudo, sabia, y a veces, peligrosa" (David G. Myers)
Lo peligroso del tema no es solo que nuestra primera impresión puede estar totalmente equivocada, sino que es bastante determinante. Marca sobremanera las percepciones posteriores. Tanto, que apenas tomamos en cuenta si las informaciones siguientes apuntan en otra dirección.
Robert Lount de la Universidad de Ohio realizó un estudio mediante un videojuego de rol. El participante jugaba con otro que en realidad era el ordenador. El supuesto compañero (el ordenador) traicionaba a los participantes. A algunos, los traicionaba al principio; a otros, a la mitad, y a otros, al final. Los que se sentían engañados al principio no confiaban más en sus supuestos compañeros, cosa que no ocurría si eran traicionados a la mitad. Es más, cuando al final del juego se les preguntó qué impresión les había causado su compañero, si habían sido traicionados al principio, las impresiones eran mucho más negativas que si habían sido traicionados a la mitad o al final. Estos resultados apuntan hacia algo que ya sabíamos: si alguien nos engaña de entrada, difícilmente volveremos a confiar en esa persona; sin embargo, si lo hace cuando ya ha ganado nuestra confianza, quizá no la perderá. El orden es clave, lo primero determina.
"Tengo mucha psicología, cuando veo a alguien ya sé de qué pie calza, y siempre acierto". Certezas aplastantes como esa se oyen a menudo. Existen dos fenómenos psicológicos que son los culpables de que a veces nos sintamos tan cargados de razón: la atención selectiva y la profecía autocumplida.
El mundo es un caos. Y los humanos nos sentimos muy desorientados en ese embrollo. Necesitamos ordenarlo. Así que tenemos una especie de casillero mental donde lo vamos clasificando todo. Una vez esa idea ya tiene su lugar en nuestro cerebro, nos gusta mucho ir apuntalándola. Nuestros ojos escudriñan la realidad solo buscando los datos que validan nuestras certezas, y pasan totalmente por alto las informaciones que las contradicen. Por eso, en parte, creemos tener tan buen ojo con la gente, sin darnos cuenta de que nuestro ojo tiene una parte ciega.
"Nunca tendrás una segunda oportunidad de causar una buena primera impresión" (Anónimo)
Pablo cree poseer un talento especial para detectar a los clientes que finalmente acabarán comprando algún mueble. Analicemos a Pablo. Entra un hombre trajeado en su tienda y rápidamente lo analiza, "este tiene pinta de que se va a dejar el dinero". Con este pensamiento motivador en mente se dirige con la mejor de sus sonrisas al cliente y lo informa detenidamente sobre el producto. Y efectivamente, al final, el cliente compra. Ese mismo día entra otra señora. Por su aspecto, Pablo cree que no adquirirá nada. La clienta le pregunta por un secreter, y Pablo le contesta con desgana. La señora se marcha. ¿Realmente Pablo tiene una intuición especial o es su conducta la que determina el resultado final?
No podemos evitar seleccionar la información y es muy difícil no crearnos expectativas. Afortunadamente, si conocemos nuestras tendencias podemos ir suavizándolas. Sabemos que nuestras neuronas están programadas para darnos una impresión muy rápida del extraño que tenemos delante. Por suerte, hoy en día no tenemos tanta prisa como nuestros antepasados por emitir un juicio. Si, de entrada, nuestro corazón nos dice que se trata de una buena o mala persona, podemos intentar ser conscientes de esa sensación inconsciente y matizarla con más datos que vayamos recabando sobre la persona. No hay prisa.
La primera impresión, la surgida del inconsciente, no la hemos de desechar. Tenemos que escuchar los murmullos de nuestro inconsciente, pero matizarlos con los datos que nuestra conciencia, con más lentitud, vaya recopilando.
"Con seguridad, cuando trates de causarle buena impresión a alguien cometerás alguna estupidez" (Anónimo)
Nos gusta gustar. Y encima, a todo el mundo. Paradójicamente, ese deseo puede ser culpable a veces de que no caigamos bien. Lo primero sería extirparnos del cerebro esa ridícula idea de agradar a toda costa. Con el deseo de gustar, en una mano, y con la certeza del determinismo de la primera impresión, en la otra, no es fácil mantenerse tranquilo cuando vamos a conocer al alguien y podemos cometer muchos deslices, por ejemplo, en una entrevista de trabajo.
El error por excelencia es "la actuación". Cuando actuamos puede haber una especie de disociación entre lo que decimos y lo que comunicamos por vía no verbal. Nuestros gestos y nuestras palabras no bailan armoniosamente. Y esa incongruencia es algo que no pasa desapercibido al inconsciente de nuestro interlocutor. Ser nosotros mismos, la autenticidad, es lo mejor para causar una buena primera impresión.
Sin embargo, lo de ser auténticos es un consejo que nos suena fatal si no nos gustamos. La raíz de la primera impresión que causamos a los demás se encuentra en la impresión que tenemos de nosotros mismos. Dejar de preocuparnos tanto por la imagen que proyectamos y ocuparnos más de cómo estamos con nosotros mismos puede ser un sabio camino.
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