Lo sucedido con la carne de caballo anunciada fraudulentamente como de vacuno en lasañas y otros productos culinarios y que ha afectado incluso a la mayor multinacional del sector, la suiza Nestlé, es sólo el último episodio, y por fortuna uno de los menos graves, de una cadena de escándalos de la industria alimentaria europea.
¿Quién no recuerda por ejemplo el peor de todos, la llamada enfermedad de las vacas locas, que estalló en 1996 en el Reino Unido, que causó la muerte a 170 personas? ¿O los debidos a la contaminación del forraje para la alimentación animal con dioxina, una sustancia cancerígena, y que obligaron, entre otras cosas, al sacrificio de miles de cerdos? ¿Y más recientemente el de los pepinos infectados por la bacteria E.coli, que obligó a la hospitalización de 40.000 personas en Europa ?
¿Y qué decir del empleo creciente y sistemático de antibióticos, no para combatir eventuales enfermedades que puedan atacar a los animales, sino para acelerar su desarrollo en condiciones en las que escasean la luz, el aire y aquéllos apenas tienen libertad de movimientos.
Se trata de un sistema perverso y aberrante que amenaza a la pequeña agricultura, de un circuito de aprovisionamiento tremendamente opaco que dificulta eso que hoy llaman con horrible extranjerismo «trazabilidad» -cuando tenemos «rastreabilidad»- de los ingredientes de muchas comidas preparadas y que no parece tener en cuenta, no ya el bienestar animal, sino la salud de los consumidores y mucho menos la deseable protección del medio ambiente.
La finlandesa Katja Gauriloff presentó en la sección de cine culinario del festival de Berlín un documental titulado en inglés «Canned Dreams» (Sueños Enlatados) que expone muy bien lo que sucede hasta que una lata de ravioli llega a los anaqueles del supermercado de la esquina.
La cineasta viajó a Brasil, de donde procedía el aluminio utilizado en la lata, a Dinamarca y Rumanía, de donde salía la carne de cerdo empleada en los ravioli, a Polonia, origen de la carne de res, a Ucrania, para el trigo, a Portugal, para los tomates, a Francia, para los huevos y a Italia, siguiendo el rastro del aceite de oliva.
Ingredientes todos ellos que se procesaron debidamente y enlataron en Francia antes de su transporte final a Finlandia. ¿Se imagina el lector el número de kilómetros recorridos por los distintos productos antes de llegar al consumidor? Unos 30.000, según se ha calculado.
El otro día vio quien les cuenta todo esto en la sección de aguas minerales de un conocido supermercado unas botellitas de plástico que, según decía la etiqueta, contenían «agua artesiana» de las islas Fiji junto a otras de cristal con agua de Noruega.
A la vista de tal disparate ecológico -¿se imaginan transportar desde el Pacífico Sur para satisfacer el esnobismo de algunos un líquido que puede encontrarse con similar pureza en cualquier manantial de nuestras sierras?- no pude evitar preguntarle a la joven dependienta si le parecía sensato.
«No me lo planteo», me respondió tajante. Efectivamente, no nos planteamos muchas de las cosas que son «el pan nuestro de cada día», como el uso abusivo de pesticidas en los invernaderos o el transporte de alimentos desde el rincón del planeta más alejado del nuestro. Y ya va siendo hora de que lo hagamos.
¿Quién no recuerda por ejemplo el peor de todos, la llamada enfermedad de las vacas locas, que estalló en 1996 en el Reino Unido, que causó la muerte a 170 personas? ¿O los debidos a la contaminación del forraje para la alimentación animal con dioxina, una sustancia cancerígena, y que obligaron, entre otras cosas, al sacrificio de miles de cerdos? ¿Y más recientemente el de los pepinos infectados por la bacteria E.coli, que obligó a la hospitalización de 40.000 personas en Europa ?
¿Y qué decir del empleo creciente y sistemático de antibióticos, no para combatir eventuales enfermedades que puedan atacar a los animales, sino para acelerar su desarrollo en condiciones en las que escasean la luz, el aire y aquéllos apenas tienen libertad de movimientos.
Se trata de un sistema perverso y aberrante que amenaza a la pequeña agricultura, de un circuito de aprovisionamiento tremendamente opaco que dificulta eso que hoy llaman con horrible extranjerismo «trazabilidad» -cuando tenemos «rastreabilidad»- de los ingredientes de muchas comidas preparadas y que no parece tener en cuenta, no ya el bienestar animal, sino la salud de los consumidores y mucho menos la deseable protección del medio ambiente.
La finlandesa Katja Gauriloff presentó en la sección de cine culinario del festival de Berlín un documental titulado en inglés «Canned Dreams» (Sueños Enlatados) que expone muy bien lo que sucede hasta que una lata de ravioli llega a los anaqueles del supermercado de la esquina.
La cineasta viajó a Brasil, de donde procedía el aluminio utilizado en la lata, a Dinamarca y Rumanía, de donde salía la carne de cerdo empleada en los ravioli, a Polonia, origen de la carne de res, a Ucrania, para el trigo, a Portugal, para los tomates, a Francia, para los huevos y a Italia, siguiendo el rastro del aceite de oliva.
Ingredientes todos ellos que se procesaron debidamente y enlataron en Francia antes de su transporte final a Finlandia. ¿Se imagina el lector el número de kilómetros recorridos por los distintos productos antes de llegar al consumidor? Unos 30.000, según se ha calculado.
El otro día vio quien les cuenta todo esto en la sección de aguas minerales de un conocido supermercado unas botellitas de plástico que, según decía la etiqueta, contenían «agua artesiana» de las islas Fiji junto a otras de cristal con agua de Noruega.
A la vista de tal disparate ecológico -¿se imaginan transportar desde el Pacífico Sur para satisfacer el esnobismo de algunos un líquido que puede encontrarse con similar pureza en cualquier manantial de nuestras sierras?- no pude evitar preguntarle a la joven dependienta si le parecía sensato.
«No me lo planteo», me respondió tajante. Efectivamente, no nos planteamos muchas de las cosas que son «el pan nuestro de cada día», como el uso abusivo de pesticidas en los invernaderos o el transporte de alimentos desde el rincón del planeta más alejado del nuestro. Y ya va siendo hora de que lo hagamos.
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