jueves, 21 de marzo de 2013


La psicología y el misticismo coinciden en que para el desarrollo personal o espiritual es indispensable enfrentarse con la sombra (con el inconsciente) y vivir un proceso de integración de aquello que yace oculto: el tesoro resguardado por el dragón





La naturaleza ama ocultarse.

Heráclito



La noción de que el ser humano en su evolución personal debe de enfrentar su sombra o la parte de su personalidad que ha ocultado —generalmente en función al predominio del ego que rechaza todo lo que no le genera pronto placer— está ampliamente difundida en la psicología y en el misticismo religioso. De igual manera tradiciones esotéricas y chamánicas hablan de la importancia de una muerte (generalmente simbólica) para catalizar y hasta culminar un trabajo espiritual —es necesario entender y luego despojarse del pasado para poder vivir plenamente el presente (remover la piel como la serpiente y a la vez renacer de la cenizas como el ave fénix: la más profunda imagen mística retoma esta fusión del ave y la serpiente, del cielo y la tierra)  para así ascender hacia las dimensiones superiores de desarrollo psicoespiritual. En el simbolismo que acompaña el proceso de muerte abundan los descensos al inframundo; esto obedece en un plano más explícito a que el mundo subterráneo es el reino de la muerte (los cuerpos son enterrados) pero en otro plano más rico y metafórico a que para que se produzca una transformación verdadera (una muerte con su crisálida) se debe atravesar lo más profundo y sombrío del ser, descender hacia aquella hondonada en la que lo que somos se diluye con el vacío y con el infinito –en el que nuestro yo se desbarranca en el universo entero. Y toda aspiración espiritual o psicoevolutiva que se arredra de primero cruzar la “noche del alma” (su propia noche, su propia sombra) es presa de una crasa y narcisista ilusión (como aquellos próceres que vagaban en círculos por el infierno de Dante).

La identidad entre la noche, la sombra, el inframundo, y la muerte (además de ser categorías temáticas favoritas, junto con el sueño, del romanticismo) tiene como eje de cohesión aquello que yace oculto, pero no sólo lo oculto, sino justame lo más oculto, lo más profundo: lo invisible pero siempre presente. Esto empieza a delinear el reverso –o la alquimia– de la muerte y de la noche; eso invisible pero siempre presente, oculto y profundo como un tesoro, es el Amado, el Alma o Dios (una transformación celeste de aquella serpiente que aletea en las aguas primordiales: la joya secreta que sólo puede obtenerse por alguien capaz de atravesar el inframundo, abandonar toda posesión y morir por ella).

Para poder alcanzar esta perla que pende sobre el vacío —en el azufre cavernoso que se vuelca en un giro del abismo en azur empíreo—, advierten místicos de todas las eras, el requisito insoslayable es tener un corazón sincero. El mismo requisito es adjudicado en los cuentos de hadas al príncipe que ha de vencer al dragón (el dragón que es el guardián de los tesoros generalmente en pasos subterráneos: en el budismo zen se habla de “descender a la cueva del dragón azul”). La sinceridad es vital seguramente porque este descenso se hace dentro de uno mismo —la cueva yace en la mente. ¿A dónde nos llevaría una búsqueda de tesoros dentro de nuestro propio ser que parte de una falsa intención y que teme verse a sí misma en su propio calabozo, reflejado como un monstruo? En esta búsqueda, de suyo oscura, la única luz posible, es la de su sinceridad, la de su ardor —si es que logra moverse desde ese centro. Escribió San Juan de la Cruz en su imperecedero poema “La Noche Oscura”:

En la noche dichosa,

en secreto, que nadie me veía,

ni yo miraba cosa,

sin otra luz  ni guía

sino la que en el corazón ardía.

Así se mueve el alma que se desdobla del cuerpo —en una especie de viaje astral— una vez que ha logrado sosegar su morada, iluminada por el corazón (latido que es ya el eco de los pasos del Amor). Sosegar esa morada, ese cáliz del espíritu, es justamente la labor que necesariamente se realiza en la noche oscura, que no puede realizarse más que en esa noche oscura, en términos modernos: el resultado de un trabajo de integración de mente-cuerpo y de procesamientos de miedos, traumas y vínculos inconscientes y genéticos.

En este punto, “a la mitad del camino de mi vida” , en esta pausa de sinceridad, te invito, lector, a descender al inframundo, a bajar a la zona más oscura de tu ser, en este momento o en el que se acerca como una sombra. Me habló a mí, pero tal vez pueda también encontrar una resonancia, es ineludible internarse en la profundidad que más tememos y dejarse caer.

Es por mí que se va a la ciudad del llanto,

es por mí que se va al dolor eterno

y el lugar donde sufre la raza condenada,

yo fui creado por el poder divino,

la suprema sabiduría y el primer amor,

y no hubo nada que existiera antes que yo,

abandona la esperanza si entras aquí

(Dante, Infierno, Canto  III)

Como aliciente a esta invitación recorramos un poco de la literatura, la psicología y el misticismo religioso que nos seduce a descender al inframundo, a morir y a reconocer nuestra sombra. Realizaremos este recorrido en  tres entregas y desde una doble perspectiva, aquella principalmente psicológica y aquella religiosa (en algunos casos chamánica) —descubriendo que, como en su origen, mente y alma son una misma.



ENCUENTRO CON LA SOMBRA /LA OTRA CARA DEL ESPÍRITU

El gran integrador en el pensamiento occidental del arquetipo de la sombra y del proceso chámanico y alquímico de la muerte simbólica es indudablemente el psicólogo Carl G. Jung. Además de explorar con una lucidez inédita las tradiciones místicas, para insertarlas dentro del corpus de conocimientos de la cultura moderna, Jung hace de la psicología una ciencia del alma, reconectando con la filosofía presocrática la identidad entre la mente y el alma, aquella encarnada por la diosa Psique (simbolizada con una mariposa), y quien debe de descender al inframundo para cumplir la prueba que la pone Venus, para reunirse con su amado (el mismo dios Amor). Esta identidad es importante porque nos permite hablar de este proceso de transformación en términos tanto psicológicos como espirituales. Podríamos decir que el alma es en buena medida la mente inconsciente —o que al menos este es el dominio donde se oculta: en el olvido —lo que en términos freudianos es equivalente a la represión y que en términos arquetipos nos remite a Plutón (dios del inframundo, pero también, etimológicamente, la misma riqueza).

“Todos cargamos una sombra, y entre menos se manifiesta en la vida consciente del individuo, lo más oscura y densa que es”, dice Jung. La naturaleza de la sombra es ser furtiva y sigilosa –en casos en los que menos se percibe posiblemente operando desde dentro, como un  doble agente de una inteligencia primitiva, contra nosotros. Así nuestros problemas más profundos, o nuestras debilidades son proyectados en la percepción de una deficiencia en alguien más, por ejemplo. Si no reconocemos estas proyecciones “Entonces el factor de proyección (el arquetipo de la sombra) tiene una mano libre y puede realizar su objetivo –si es que tiene uno– o suscitar alguna otra situación característica de su poder”, las cuales generalmente nos embrollan como una telaraña invisible. La sombra es similar al inconsciente según lo entendió Freud, el depósito de todo lo irracional, reserva de la fricción animal (en Jung el inconsciente es más amplio, abarca la memoria silenciosa de toda la especie y oculta al alma individual). La sombra es  aquello que por no hacerse consciente ”se manifiesta en nuestras vidas como destino”, un destino que nos conduce como un caballo no sólo indómito, también invisible.

Hacer un descenso al inconsciente y vislumbrar nuestra sombra con toda su terrorífica parafernalia —se hace más grande entre más se alumbra— es el paso fundamental para iniciar un proceso de sanación psicosomática y de integración espiritual (el reverso de la sombra es el espíritu y cuando el espíritu toma el cuerpo es similar a cuando un fantasma, un alma, descubre que esta muerto). “Uno no empieza a saber y  sentir su propia miseria espiritual hasta que empieza a sanar”, escribió el teólogo Francois Fenelon. Una de las bases de la psicoterapia yace en que al recordar un suceso reprimido se puede detonar una sanación acelerada –o esa misma memoria es ya la sanación, como si al hacerse consciente le quitará su potestad entramada a la sombra. Una versión actualizada de esto ha sido explorada por el psicólogo e hipnotista Ernest Lawrence Rossi, quien sostiene que la memoria (el trauma y la enfermedad) y el aprendizaje están sujetos a un estado particular (state-dependent). Para recordar algo que ha sido bloqueado es necesario inducir ese estado (como ocurre en ocasiones en que al estar borrachos recordamos algo que nos sucedió cuando estábamos también borrachos o bajo cierta droga, etc.). No sólo es la memoria la que está sujeta a un estado sino también el aprendizaje, por lo que al recordar (esa amnesia inducida por nuestro temor o incapacidad de reconocer a la  sombra) y vivir de nuevo ese estado podemos aprender a sanarlo/asimilarlo.  Rossi ha documentado varios casos en los que  a través de la hipnosis se revive un momento raíz de un padecimiento o una fobia y en ese acto se cura. Saber es recordar, decía Platón. Y conocernos a nosotros mismos parece ser el sendero de la sanación.

“Toda enfermedad es el resultado de vida psíquica inhibida… El arte del sanador consiste en desatar el alma, para que pueda fluir a través del agregado de organismos que constituyen cada forma particular. La sanación verdadera ocurre cuando la vida del alma puede fluir sin impedimento ni represión a través de todos los aspectos de la forma”, dice a propósito el maestro tibetano Djwahl Kul.

“Pese a su función de depósito de la oscuridad humana —o quizás por esto mismo— la sombra es el asiento de la creatividad”, escribe Jung, haciendo referencia a que la creatividad está en el instinto sexual –en aquello más primitivo (la imagen usada tradicionalmente es la de la serpiente).  Para despertar el fuego de la creatividad es necesario asimilar la sombra –que esta ya no esté encaramada, manteniéndonos secretamente poseídos, puesto que sólo así puede operar la voluntad, que es la extensión del espíritu. En este punto de equilibrio entre opuestos,  de “enantiodromia”,  el inconsciente, aquello que se manifestaba como un destino involuntario, se mueve hacia la dimensión de lo posible. Se vive una especie de amanecer psíquico en el que la mente obtiene límpidamente las facultades del espíritu.

“Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad”, escribió Jung, sentando una frase muticitada, que se ha convertido casi en un cliché, pero no por común menos verdadera. Como empezamos a ver, el camino a través de la oscuridad es en realidad el camino hacia la luz. La “noche oscura” es la puerta del alma. Lo más cercano al cielo debe de ser seguramente el corazón de la Tierra… En La Divina Comedia, la entrada al purgatorio se encuentra en el punto más profundo del infierno.

Continuará…

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