El pasado sábado, 9 de marzo, se cumplió el sexagésimo octavo aniversario del peor atentado terrorista de la historia: el Gran Bombardeo Incendiario al Barrio Obrero de Tokio, en el que fueron quemados vivos unos 150,000 seres humanos, en más de un 90% niños, mujeres y hombres viejos.
EL PRECIO DE LA SANGRE
Jamás en la historia de la humanidad se ha producido un crimen mayor al que el Imperio perpetró en Japón el 9 y 10 de marzo de 1945. No fue una acción de guerra, pues el cuartel general del Primer Ejército Japonés, el más importante del país, y el Palacio Imperial, en el que se encontraba Hirohito, no fueron impactados ni por una simple bala, a pesar de que se encontraban a pocos kilómetros del barrio obrero.
Fue, en el más estricto sentido del concepto, un atentado macro-terrorista, el más cobarde, el más infame, el más monstruoso que recuerda la violentísima historia de la especie humana; peor, por el número de muertes en un solo día, que el bombardeo nuclear a Hiroshima.
A principios de marzo de aquel año 1945, los aviadores de guerra del Imperio ya habían asesinado a cientos de miles de civiles inocentes en las principales ciudades de Japón. La venganza había sido en extremo desproporcional a la ofensa, ya que en el ataque a Pearl Harbor habían muerto militares que se hallaban en los barcos destruidos o personas que trabajaban en las bases naval y aérea, no cientos de miles de niños, mujeres y hombres viejos... en sus hogares, escuelas, guarderías, asilos, centros de trabajo, parques, hospitales, ciudades abiertas.
El ataque a Pearl Harbor, tres años y medio antes, había sido perpetrado por oficiales de la fuerza naval japonesa, no por el pueblo japonés, al que no se le consultó si quería o no que se atacasen las bases hawaianas ni si deseaba o no involucrarse en algo tan terrible como una guerra mundial.
Ya desde hacía varios meses, el Imperio le había impuesto a Japón un bloqueo naval que ponía en peligro su acceso a las materias primas, sobre todo el petróleo. Era una flagrante violación del derecho internacional ya que Estados Unidos y Japón no sólo no se hallaban en guerra, sino que mantenían normales relaciones diplomáticas a nivel de embajadores. De no haber existido aquel bloqueo, la armada japonesa no hubiese atacado a Pearl Harbor, pero el Imperio no podía vivir en paz en medio de una guerra. Tenía que entrar de todas formas en ella porque sin guerra no hay ganancia, o sea imperio.
EL ROBO DE HAWAI
Hay que analizar el ataque a Pearl Harbor - que el Imperio usa como "justificación" para todos los crímenes de lesa humanidad que perpetró contra el pueblo japonés - no sólo desde el punto de vista de lo que aquella acción representó para la historia, o sea un ataque "imprevisto", sino desde otros ángulos.
El Imperio no tenía, ni tiene, ningún derecho a estar en Hawai. En 1893, Hawai era un país libre, habitado por unos cien mil seres humanos y gobernado por Liliukalani, una reina tan sencilla y tan sensible que caminaba, sin escoltas, por las calles de Honolulu y componía poesías y canciones que recitaba y cantaba, acompañada de su pueblo, en los parques de la ciudad. El país no tenía ejército y la policía era muy pequeña, pues el delito casi no existía.
Varios empresarios, en su mayoría de Massachusetts, que tenían intereses en las industrias del azúcar y la piña, armaron a una banda de 300 delincuentes, asaltaron el poder, obligaron a la reina Liliukalani a huir a Filipinas y crearon una "república libre". Una escuadra naval del Imperio se había situado frente a Honolulu para apoyar a los golpistas si la acción no tenía un triunfo fulminante. Cinco años después, esta república "libre" se anexó al Imperio, como había hecho Tejas medio siglo antes.
Si se hubiera hecho un plebiscito en 1893, el 99% del pueblo hawaiano hubiera apoyado a la Reina y rechazado a los bandidos.
LOS DOS CULPABLES
Franklyn Delano Roosevelt y los altos mandos militares del Imperio sabían que una escuadra japonesa se estaba aproximando a Hawai y que un ataque a Pearl Harbor era inminente.
Documentos de la Marina de Guerra de Estados Unidos que fueron revelados por el Freedom of Information Act - Acta de Libertad de Información - prueban que la Inteligencia naval de EU descifró 83 mensajes secretos que el almirante Isoroku Yamamoto, Comandante en Jefe de la marina japonesa, le envió, del 17 al 25 de noviembre de 1941, a varios portaaviones para que avanzaran hacia Hawái. Uno de los mensajes del día 25 decía: "la fuerza de ataque debe mantener sus movimientos en estricto secreto y en estrecha guardia contra submarinos y aviones, deberá avanzar hacia aguas de Hawái para que, en el comienzo de las hostilidades, ataque a la fuerza principal de la flota de EU en Hawái y le inflija un golpe mortal (The task force, keeping its movements strictly secret and maintaining close guard against submarines and aircraft, shall advance into Hawaiian waters and, upon the very opening of hostilities, shall attack the main force of the United States fleet in Hawaii and deal it a mortal blow)
Es imposible que la Inteligencia naval de EU no le hubiese comunicado a la Casa Blanca esta gravísima información, por lo que en la matanza de Pearl Harbor, Roosevelt tuvo tanta responsabilidad como Hirohito. 2,402 militares estadounidenses fueron sacrificados para que el Complejo Militar-Industrial- Terrorista pudiera, al fin, con un atraso de casi dos años y medio, entrar en la guerra mundial y hacer su zafra de manantiales de sangre por montañas de dinero. La venganza del Imperio por lo de Pearl Harbor fue asesinar a más de dos millones de civiles inocentes en cobardes y monstruosos bombardeos aéreos incendiarios y nucleares.
Roosevelt y los altos jefes militares no alertaron a las bases de Pearl Harbor porque necesitaban que Japón iniciara las hostilidades para justificar la entrada de este país en la guerra y ya no sólo contra Japón, sino contra las otras potencias del Eje. Lo que le interesaba al Imperio era la guerra, no la vida de sus militares en Hawai, para aumentar su poder en el mundo y que su inmensa industria armamentista siguiera ganando una fabulosa fortuna.
De haber seguido siendo Hawai un país libre después de 1893 y, sobre todo, de haber actuado Roosevelt como un gobernante sensible, no un macro-asesino, aquel ataque japonés no se hubiera producido, pues la escuadra del Imperio en Hawai era más poderosa que la japonesa que se le acercaba y hubiese salido a su encuentro en alta mar, en cuyo caso los japoneses no hubieran podido perpetrar ningún ataque furtivo.
LA BARBARIE INAUDITA
Como jefe de todas las operaciones de bombardeo aéreo contra Japón, el general Curtis LeMay, con la aprobación directa de Roosevelt, dirigió los escuadrones de superfortalezas B-29 que atacaron y redujeron a ceniza gran parte de las 64 ciudades más importantes de Japón, con un saldo mortal de unos dos millones de civiles no-combatientes, sobre todo niños, mujeres y hombres viejos.
Para que los bombardeos incendiarios quemaran vivas a un mayor número de personas, LeMay ordenó que se le quitaran a los B-29 los cañones defensivos de la parte posterior para llenar aun más las naves con bombas de racimo E-46 y otras hechas de magnesio, fósforo blanco y napalm. Los aviones volaban a menos de 9,000 pies sobre las ciudades para que los ataques contra la población civil fuesen más efectivos
Al igual que en todos los otros bombardeos, el objetivo del de aquel 9 y 10 de marzo, no fue destruir fortalezas ni concentraciones de tropas ni puestos de mando; sino asesinar en el menor tiempo posible a la mayor cantidad de niños, mujeres y hombres de la tercera edad para sembrar el más absoluto terror en la población civil. En este caso, a la que vivía en el barrio obrero de Tokio, un perímetro de 24 kilómetros cuadrados, seis de largo por cuatro de ancho. En esta área vivía un millón doscientos seres humanos. No eran soldados ni funcionarios del gobierno ni gente importante: eran obreros o familiares de obreros que vivían en casas humildes y padecían el terror fugaz de la guerra y el eterno terror de la miseria.
Había aquel día en el barrio obrero muy pocos hombres adultos porque el servicio militar obligatorio era ya para todos los hombres de 16 a 62 años inclusive, y los soldados no estaban en las ciudades, sino en los cuarteles y las trincheras de las costas. Por lo que, del 1.2 millones de seres humanos que se hallaban en el barrio obrero aquel día, más del 90% eran niños menores de 16 años, viejos mayores de 62 y mujeres de todas las edades.
A doce kilómetros, se hallaba el Cuartel General del Primer Ejército Japonés, protegido por treinta mil soldados y cientos de altos oficiales. A siete kilómetros, estaba el Palacio Imperial, en el que aquella noche se encontraba Hirohito.
La barbarie comenzó a las 11 y media de la noche del día 9 y concluyó un poco después de las tres de la madrugada del día 10.
330 superfortalezas B-29 perpetraron la monstruosa masacre ultra-terrorista. La primera oleada estaba formada por doce aviones Pathfinders que crearon un círculo de fuego alrededor del barrio para que los cientos de aviones que llegasen después lanzaran sus bombas dentro del área señalada. Media hora después, decenas de aviones tanques lanzaron miles de galones de gasolina. Entonces llegaron los B-29 que lanzaron 1,665 toneladas de bombas incendiarias, entre ellas las M-18 y M-69, éstas expandían el fuego a 35 metros del punto de explosión. Cuatro escuadrones aéreos tuvieron la misión de volar a muy baja altura para ametrallar a las pobres gentes que trataban de escapar del gran anillo de fuego.
¡La misión del Imperio era la de asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar con calor, asesinar con candela, asesinar con humo, asesinar con bombas, asesinar con balas, absolutamente asesinar ... y no soldados, sino niños, mujeres y hombres viejos!
Avivado aun más el gran incendio por los llamados vientos de cuaresma, de unos 40 kilómetros por hora, el barrio obrero se convirtió en una inmensa hoguera, en el fuego más asesino que haya existido a todo lo largo de la historia, con temperaturas de hasta 1,800 grados Fahrenheit. El resplandor de aquella gigantesca pira humana se veía a 240 kilómetros de distancia.
Los pilotos vomitaban por el intenso olor a carne humana quemada: ellos eran los terroristas menores porque los grandes terroristas, los que no sólo no hicieron nada para evitar la guerra, sino que la propiciaron, estaban a buen resguardo de la lejana candela, en la Casa Blanca, el Pentágono, la Cancillería y Wall Street.
Por la mañana, las 270,000 pobres viviendas estaban reducidas a cenizas y, sobre ellas o a su alrededor, yacían más de 100,000 cadáveres carbonizados como los que se ven en la foto que ilustra este artículo. Unas 50,000 personas murieron unas horas después o en los días siguientes. Más de 300,000 sufrieron quemaduras, muchas de ellas graves. 900,000 perdieron su hogar. Del total de muertos, más de 60,000 eran niños
EL PRECIO DE LA SANGRE
Jamás en la historia de la humanidad se ha producido un crimen mayor al que el Imperio perpetró en Japón el 9 y 10 de marzo de 1945. No fue una acción de guerra, pues el cuartel general del Primer Ejército Japonés, el más importante del país, y el Palacio Imperial, en el que se encontraba Hirohito, no fueron impactados ni por una simple bala, a pesar de que se encontraban a pocos kilómetros del barrio obrero.
Fue, en el más estricto sentido del concepto, un atentado macro-terrorista, el más cobarde, el más infame, el más monstruoso que recuerda la violentísima historia de la especie humana; peor, por el número de muertes en un solo día, que el bombardeo nuclear a Hiroshima.
A principios de marzo de aquel año 1945, los aviadores de guerra del Imperio ya habían asesinado a cientos de miles de civiles inocentes en las principales ciudades de Japón. La venganza había sido en extremo desproporcional a la ofensa, ya que en el ataque a Pearl Harbor habían muerto militares que se hallaban en los barcos destruidos o personas que trabajaban en las bases naval y aérea, no cientos de miles de niños, mujeres y hombres viejos... en sus hogares, escuelas, guarderías, asilos, centros de trabajo, parques, hospitales, ciudades abiertas.
El ataque a Pearl Harbor, tres años y medio antes, había sido perpetrado por oficiales de la fuerza naval japonesa, no por el pueblo japonés, al que no se le consultó si quería o no que se atacasen las bases hawaianas ni si deseaba o no involucrarse en algo tan terrible como una guerra mundial.
Ya desde hacía varios meses, el Imperio le había impuesto a Japón un bloqueo naval que ponía en peligro su acceso a las materias primas, sobre todo el petróleo. Era una flagrante violación del derecho internacional ya que Estados Unidos y Japón no sólo no se hallaban en guerra, sino que mantenían normales relaciones diplomáticas a nivel de embajadores. De no haber existido aquel bloqueo, la armada japonesa no hubiese atacado a Pearl Harbor, pero el Imperio no podía vivir en paz en medio de una guerra. Tenía que entrar de todas formas en ella porque sin guerra no hay ganancia, o sea imperio.
EL ROBO DE HAWAI
Hay que analizar el ataque a Pearl Harbor - que el Imperio usa como "justificación" para todos los crímenes de lesa humanidad que perpetró contra el pueblo japonés - no sólo desde el punto de vista de lo que aquella acción representó para la historia, o sea un ataque "imprevisto", sino desde otros ángulos.
El Imperio no tenía, ni tiene, ningún derecho a estar en Hawai. En 1893, Hawai era un país libre, habitado por unos cien mil seres humanos y gobernado por Liliukalani, una reina tan sencilla y tan sensible que caminaba, sin escoltas, por las calles de Honolulu y componía poesías y canciones que recitaba y cantaba, acompañada de su pueblo, en los parques de la ciudad. El país no tenía ejército y la policía era muy pequeña, pues el delito casi no existía.
Varios empresarios, en su mayoría de Massachusetts, que tenían intereses en las industrias del azúcar y la piña, armaron a una banda de 300 delincuentes, asaltaron el poder, obligaron a la reina Liliukalani a huir a Filipinas y crearon una "república libre". Una escuadra naval del Imperio se había situado frente a Honolulu para apoyar a los golpistas si la acción no tenía un triunfo fulminante. Cinco años después, esta república "libre" se anexó al Imperio, como había hecho Tejas medio siglo antes.
Si se hubiera hecho un plebiscito en 1893, el 99% del pueblo hawaiano hubiera apoyado a la Reina y rechazado a los bandidos.
LOS DOS CULPABLES
Franklyn Delano Roosevelt y los altos mandos militares del Imperio sabían que una escuadra japonesa se estaba aproximando a Hawai y que un ataque a Pearl Harbor era inminente.
Documentos de la Marina de Guerra de Estados Unidos que fueron revelados por el Freedom of Information Act - Acta de Libertad de Información - prueban que la Inteligencia naval de EU descifró 83 mensajes secretos que el almirante Isoroku Yamamoto, Comandante en Jefe de la marina japonesa, le envió, del 17 al 25 de noviembre de 1941, a varios portaaviones para que avanzaran hacia Hawái. Uno de los mensajes del día 25 decía: "la fuerza de ataque debe mantener sus movimientos en estricto secreto y en estrecha guardia contra submarinos y aviones, deberá avanzar hacia aguas de Hawái para que, en el comienzo de las hostilidades, ataque a la fuerza principal de la flota de EU en Hawái y le inflija un golpe mortal (The task force, keeping its movements strictly secret and maintaining close guard against submarines and aircraft, shall advance into Hawaiian waters and, upon the very opening of hostilities, shall attack the main force of the United States fleet in Hawaii and deal it a mortal blow)
Es imposible que la Inteligencia naval de EU no le hubiese comunicado a la Casa Blanca esta gravísima información, por lo que en la matanza de Pearl Harbor, Roosevelt tuvo tanta responsabilidad como Hirohito. 2,402 militares estadounidenses fueron sacrificados para que el Complejo Militar-Industrial- Terrorista pudiera, al fin, con un atraso de casi dos años y medio, entrar en la guerra mundial y hacer su zafra de manantiales de sangre por montañas de dinero. La venganza del Imperio por lo de Pearl Harbor fue asesinar a más de dos millones de civiles inocentes en cobardes y monstruosos bombardeos aéreos incendiarios y nucleares.
Roosevelt y los altos jefes militares no alertaron a las bases de Pearl Harbor porque necesitaban que Japón iniciara las hostilidades para justificar la entrada de este país en la guerra y ya no sólo contra Japón, sino contra las otras potencias del Eje. Lo que le interesaba al Imperio era la guerra, no la vida de sus militares en Hawai, para aumentar su poder en el mundo y que su inmensa industria armamentista siguiera ganando una fabulosa fortuna.
De haber seguido siendo Hawai un país libre después de 1893 y, sobre todo, de haber actuado Roosevelt como un gobernante sensible, no un macro-asesino, aquel ataque japonés no se hubiera producido, pues la escuadra del Imperio en Hawai era más poderosa que la japonesa que se le acercaba y hubiese salido a su encuentro en alta mar, en cuyo caso los japoneses no hubieran podido perpetrar ningún ataque furtivo.
LA BARBARIE INAUDITA
Como jefe de todas las operaciones de bombardeo aéreo contra Japón, el general Curtis LeMay, con la aprobación directa de Roosevelt, dirigió los escuadrones de superfortalezas B-29 que atacaron y redujeron a ceniza gran parte de las 64 ciudades más importantes de Japón, con un saldo mortal de unos dos millones de civiles no-combatientes, sobre todo niños, mujeres y hombres viejos.
Para que los bombardeos incendiarios quemaran vivas a un mayor número de personas, LeMay ordenó que se le quitaran a los B-29 los cañones defensivos de la parte posterior para llenar aun más las naves con bombas de racimo E-46 y otras hechas de magnesio, fósforo blanco y napalm. Los aviones volaban a menos de 9,000 pies sobre las ciudades para que los ataques contra la población civil fuesen más efectivos
Al igual que en todos los otros bombardeos, el objetivo del de aquel 9 y 10 de marzo, no fue destruir fortalezas ni concentraciones de tropas ni puestos de mando; sino asesinar en el menor tiempo posible a la mayor cantidad de niños, mujeres y hombres de la tercera edad para sembrar el más absoluto terror en la población civil. En este caso, a la que vivía en el barrio obrero de Tokio, un perímetro de 24 kilómetros cuadrados, seis de largo por cuatro de ancho. En esta área vivía un millón doscientos seres humanos. No eran soldados ni funcionarios del gobierno ni gente importante: eran obreros o familiares de obreros que vivían en casas humildes y padecían el terror fugaz de la guerra y el eterno terror de la miseria.
Había aquel día en el barrio obrero muy pocos hombres adultos porque el servicio militar obligatorio era ya para todos los hombres de 16 a 62 años inclusive, y los soldados no estaban en las ciudades, sino en los cuarteles y las trincheras de las costas. Por lo que, del 1.2 millones de seres humanos que se hallaban en el barrio obrero aquel día, más del 90% eran niños menores de 16 años, viejos mayores de 62 y mujeres de todas las edades.
A doce kilómetros, se hallaba el Cuartel General del Primer Ejército Japonés, protegido por treinta mil soldados y cientos de altos oficiales. A siete kilómetros, estaba el Palacio Imperial, en el que aquella noche se encontraba Hirohito.
La barbarie comenzó a las 11 y media de la noche del día 9 y concluyó un poco después de las tres de la madrugada del día 10.
330 superfortalezas B-29 perpetraron la monstruosa masacre ultra-terrorista. La primera oleada estaba formada por doce aviones Pathfinders que crearon un círculo de fuego alrededor del barrio para que los cientos de aviones que llegasen después lanzaran sus bombas dentro del área señalada. Media hora después, decenas de aviones tanques lanzaron miles de galones de gasolina. Entonces llegaron los B-29 que lanzaron 1,665 toneladas de bombas incendiarias, entre ellas las M-18 y M-69, éstas expandían el fuego a 35 metros del punto de explosión. Cuatro escuadrones aéreos tuvieron la misión de volar a muy baja altura para ametrallar a las pobres gentes que trataban de escapar del gran anillo de fuego.
¡La misión del Imperio era la de asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar con calor, asesinar con candela, asesinar con humo, asesinar con bombas, asesinar con balas, absolutamente asesinar ... y no soldados, sino niños, mujeres y hombres viejos!
Avivado aun más el gran incendio por los llamados vientos de cuaresma, de unos 40 kilómetros por hora, el barrio obrero se convirtió en una inmensa hoguera, en el fuego más asesino que haya existido a todo lo largo de la historia, con temperaturas de hasta 1,800 grados Fahrenheit. El resplandor de aquella gigantesca pira humana se veía a 240 kilómetros de distancia.
Los pilotos vomitaban por el intenso olor a carne humana quemada: ellos eran los terroristas menores porque los grandes terroristas, los que no sólo no hicieron nada para evitar la guerra, sino que la propiciaron, estaban a buen resguardo de la lejana candela, en la Casa Blanca, el Pentágono, la Cancillería y Wall Street.
Por la mañana, las 270,000 pobres viviendas estaban reducidas a cenizas y, sobre ellas o a su alrededor, yacían más de 100,000 cadáveres carbonizados como los que se ven en la foto que ilustra este artículo. Unas 50,000 personas murieron unas horas después o en los días siguientes. Más de 300,000 sufrieron quemaduras, muchas de ellas graves. 900,000 perdieron su hogar. Del total de muertos, más de 60,000 eran niños
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