Se estima que uno de cada tres dólares que se gastan en comida en ese país pasa por Wal-Mart; en las supertiendas, productores como Monsanto, Tyson, Nestlé, Kraft, Cargill o McDonald's tienen un mercado seguro que suma miles de millones de dólares al año. Son ellos los que tienen la última palabra en la política alimentaria. Hoy en día, las leyes le permiten a estas empresas hacer pasar intereses comerciales por intereses políticos a expensas de los consumidores y de la idea misma de democracia.
Las 10 compañías más grandes de comida rápida controlan el 47% de todo el mercado. Juntas, estas industrias pueden modificar brutalmente las economías locales: el fin de las tiendas de abarrotes y de las microeconomías de autoconsumo.
Los ejemplos pueden extenderse a todas las industrias: apenas cuatro compañías gigantescas procesan el 80% de la carne de res, y solamente cuatro distribuidores alimentan el 50% de las tiendas donde se compra carne. Pero la realidad es que la industria de la comida gastó unos $40 millones de dólares al año cabildeando con el gobierno federal en 2011; y la industria biotecnológica (dentro del rubro donde opera con toda impunidad Monsanto) ha gastando más de $500 millones de dólares en campañas y contribuciones políticas desde 1999.
A raíz de esto fue que la "Ley Monsanto" (que exime a los productores de diferenciar la comida genéticamente modificada de la no modificada a través de etiquetas) aprobada recientemente haya abierto camino para dos leyes que el presidente Obama aprobará el próximo verano, elTrans-Pacific Partnership y el Transatlantic Free Trade Agreement, acuerdos comerciales que benefician primero los intereses corporativos y financieros que los de los consumidores.
Probablemente la resistencia de las microeconomías no derrote al gigante corporativo, pero al menos en nuestra vida diaria podemos elegir conscientemente aquello que queremos comer y aquello que no, sabiendo que hay alimentos que no hacen bien ni a nuestro cuerpo ni a la economía macro.
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