Es ilusorio pensar que tanto desastre pueden solucionarse solo con la compasión de las ONG, ante la voracidad de un sistema económico y político mundial en el que los pobres siempre son los perdedores. Catástrofes como la de Filipinas no son nuevas, nos hemos acostumbrado a un ritual cíclico que está siendo utilizado con altas dosis de oportunismo político.
Tragedias como la que vive estos días Filipinas no son nuevas. Nos hemos acostumbrado a éxodos, hambrunas, terremotos, tifones, inundaciones, huracanes, ciclones, tsunamis y todo tipo de catástrofes, si bien en los últimos años, su repetición y especialmente sus dramáticas consecuencias sobre millones de personas y países en permanente estado de calamidad, permiten que veamos con claridad cristalina cómo su impacto es mayor cuanto más pobre y miserable es el país que lo sufre.
Es un matemático axioma que funciona con una precisión aritmética a la hora de llevarse por delante vidas y países, pero cuya aplicación no tiene nada de caprichoso, sino que es el fruto de procesos humanos deliberados y conocidos que en combinación con determinados fenómenos naturales adquieren dimensiones gigantescas. Este conjunto de fenómenos provienen de decisiones humanas que generan lo que podríamos denominar como catástrofes de clase.
Efectivamente, sabemos sobradamente que cada catástrofe es un excelente indicador de la situación social y política de cada país, de su grado de desarrollo, pero especialmente, de las condiciones de vida de los más desposeídos, es decir, de la condición estamental y de clase del país y de sus habitantes. Ya sean ciclones o terremotos, huracanes o inundaciones, hambrunas o sequías, los pobres tienen un raro privilegio, probablemente uno de los pocos de sus desdichadas existencias: ser víctimas predilectas de estas catástrofes, protagonistas privilegiados de cada siniestro a los que añaden damnificados contabilizados en cientos de miles de personas.
Y aunque puedan ser naturales los orígenes de muchas catástrofes, no lo son en absoluto sus efectos, sino que tienen una responsabilidad claramente humana: la de mantener en países y ciudades a buena parte de la población viviendo en condiciones infames, sobre laderas de montañas frágiles, bajo casas levantadas con desechos que se transforman en tumbas cuando la naturaleza decide reivindicar su propio ser, entre basuras, o en medio de zonas pantanosas e inundables.
Un ritual cíclico
Y con cada catástrofe, nos hemos acostumbrado a un ritual cíclico dotado de su propio código de imágenes y símbolos que está acabando por desvirtuarse hasta extremos difíciles de comprender, siendo utilizado con altas dosis de oportunismo político y como un elemento más de consumo de masas para el flamante mercado de la solidaridad, mimetizado y repetitivo.
Así, tras las primeras imágenes e informaciones sobre la catástrofe en los medios de comunicación vienen las primeras ofertas de ayuda, para lo cual se fletan aviones con material de emergencia acompañados por personal humanitario y enviados especiales que van a darnos cuenta de la catástrofe sobre el terreno. Al tiempo, se suceden las promesas de ayuda y las visitas fugaces de dirigentes políticos que realizan compromisos sin límite y quieren llevar en persona nuestras muestras de solidaridad y apoyo, comprometiéndose a no olvidar el país de cara a su reconstrucción.
Posteriormente, y a medida que se reciben informaciones sobre la magnitud del drama y su coste en víctimas humanas, se realizan peticiones para recoger dinero por parte de las ONG, pasando a informar mediante anuncios y cuñas publicitarias de sus cuentas corrientes, poniéndose en marcha espectáculos solidarios de todo pelaje con la noble finalidad de recoger dinero para una futura reconstrucción, sin saber bien de qué ni en qué plazos. La comunidad internacional anuncia planes de reconstrucción y conferencias de donantes que difunden cantidades millonarias de ayuda para los próximos años, aunque con el paso del tiempo esas cantidades no llegan.
Todo ello se acompaña de informaciones que van diluyéndose con el tiempo a medida que pierde interés la explotación mediática del drama humano y de sus imágenes icónicas, hasta que las informaciones sobre la catástrofe acaban por desaparecer por completo de los medios de comunicación.
Probablemente otra nueva tragedia sustituya a la anterior y alimente de nuevo el bucle, o simplemente todo se mantenga latente a la espera de desplegar el ritual, si cabe con mayor énfasis.
La construcción de un capitalismo piadoso
Posiblemente todo ello sea necesario para abundar en una construcción intelectual basada en la idea de un capitalismo piadoso en sus respuestas así como en la manera de intervenir y aprovechar la ayuda humanitaria ante una catástrofe. Las imágenes que vemos habitualmente en los medios de comunicación cada vez que se produce una calamidad, como sucede ahora en Filipinas, debe llevarnos a pensar que, por encima de la necesaria solidaridad que estas catástrofes desatan, hay que poner en marcha mecanismos políticos supranacionales que obliguen a estos países a salvaguardar y proteger a su población para evitar que la generosa ayuda humanitaria se convierta en una simple caricatura de tanta desidia política durante décadas.
Bajo ningún concepto podemos renunciar a nuestro legítimo derecho a indignarnos ante las catástrofes que se suceden y mucho menos, dejar de mostrar lo mejor de cada uno de nosotros, haciendo llegar nuestros sentimientos y nuestro apoyo a tantas personas que sufren y lo necesitan; pero es ilusorio pensar que tanto desastre y tanta calamidad pueden solucionarse solo con la compasión de las ONG y la solidaridad de cada uno de nosotros, ante la ineficiencia de gobiernos y la voracidad de un sistema económico y político mundial en el que los pobres siempre son los perdedores.
Tragedias como la que vive estos días Filipinas no son nuevas. Nos hemos acostumbrado a éxodos, hambrunas, terremotos, tifones, inundaciones, huracanes, ciclones, tsunamis y todo tipo de catástrofes, si bien en los últimos años, su repetición y especialmente sus dramáticas consecuencias sobre millones de personas y países en permanente estado de calamidad, permiten que veamos con claridad cristalina cómo su impacto es mayor cuanto más pobre y miserable es el país que lo sufre.
Es un matemático axioma que funciona con una precisión aritmética a la hora de llevarse por delante vidas y países, pero cuya aplicación no tiene nada de caprichoso, sino que es el fruto de procesos humanos deliberados y conocidos que en combinación con determinados fenómenos naturales adquieren dimensiones gigantescas. Este conjunto de fenómenos provienen de decisiones humanas que generan lo que podríamos denominar como catástrofes de clase.
Efectivamente, sabemos sobradamente que cada catástrofe es un excelente indicador de la situación social y política de cada país, de su grado de desarrollo, pero especialmente, de las condiciones de vida de los más desposeídos, es decir, de la condición estamental y de clase del país y de sus habitantes. Ya sean ciclones o terremotos, huracanes o inundaciones, hambrunas o sequías, los pobres tienen un raro privilegio, probablemente uno de los pocos de sus desdichadas existencias: ser víctimas predilectas de estas catástrofes, protagonistas privilegiados de cada siniestro a los que añaden damnificados contabilizados en cientos de miles de personas.
Y aunque puedan ser naturales los orígenes de muchas catástrofes, no lo son en absoluto sus efectos, sino que tienen una responsabilidad claramente humana: la de mantener en países y ciudades a buena parte de la población viviendo en condiciones infames, sobre laderas de montañas frágiles, bajo casas levantadas con desechos que se transforman en tumbas cuando la naturaleza decide reivindicar su propio ser, entre basuras, o en medio de zonas pantanosas e inundables.
Un ritual cíclico
Y con cada catástrofe, nos hemos acostumbrado a un ritual cíclico dotado de su propio código de imágenes y símbolos que está acabando por desvirtuarse hasta extremos difíciles de comprender, siendo utilizado con altas dosis de oportunismo político y como un elemento más de consumo de masas para el flamante mercado de la solidaridad, mimetizado y repetitivo.
Así, tras las primeras imágenes e informaciones sobre la catástrofe en los medios de comunicación vienen las primeras ofertas de ayuda, para lo cual se fletan aviones con material de emergencia acompañados por personal humanitario y enviados especiales que van a darnos cuenta de la catástrofe sobre el terreno. Al tiempo, se suceden las promesas de ayuda y las visitas fugaces de dirigentes políticos que realizan compromisos sin límite y quieren llevar en persona nuestras muestras de solidaridad y apoyo, comprometiéndose a no olvidar el país de cara a su reconstrucción.
Posteriormente, y a medida que se reciben informaciones sobre la magnitud del drama y su coste en víctimas humanas, se realizan peticiones para recoger dinero por parte de las ONG, pasando a informar mediante anuncios y cuñas publicitarias de sus cuentas corrientes, poniéndose en marcha espectáculos solidarios de todo pelaje con la noble finalidad de recoger dinero para una futura reconstrucción, sin saber bien de qué ni en qué plazos. La comunidad internacional anuncia planes de reconstrucción y conferencias de donantes que difunden cantidades millonarias de ayuda para los próximos años, aunque con el paso del tiempo esas cantidades no llegan.
Todo ello se acompaña de informaciones que van diluyéndose con el tiempo a medida que pierde interés la explotación mediática del drama humano y de sus imágenes icónicas, hasta que las informaciones sobre la catástrofe acaban por desaparecer por completo de los medios de comunicación.
Probablemente otra nueva tragedia sustituya a la anterior y alimente de nuevo el bucle, o simplemente todo se mantenga latente a la espera de desplegar el ritual, si cabe con mayor énfasis.
La construcción de un capitalismo piadoso
Posiblemente todo ello sea necesario para abundar en una construcción intelectual basada en la idea de un capitalismo piadoso en sus respuestas así como en la manera de intervenir y aprovechar la ayuda humanitaria ante una catástrofe. Las imágenes que vemos habitualmente en los medios de comunicación cada vez que se produce una calamidad, como sucede ahora en Filipinas, debe llevarnos a pensar que, por encima de la necesaria solidaridad que estas catástrofes desatan, hay que poner en marcha mecanismos políticos supranacionales que obliguen a estos países a salvaguardar y proteger a su población para evitar que la generosa ayuda humanitaria se convierta en una simple caricatura de tanta desidia política durante décadas.
Bajo ningún concepto podemos renunciar a nuestro legítimo derecho a indignarnos ante las catástrofes que se suceden y mucho menos, dejar de mostrar lo mejor de cada uno de nosotros, haciendo llegar nuestros sentimientos y nuestro apoyo a tantas personas que sufren y lo necesitan; pero es ilusorio pensar que tanto desastre y tanta calamidad pueden solucionarse solo con la compasión de las ONG y la solidaridad de cada uno de nosotros, ante la ineficiencia de gobiernos y la voracidad de un sistema económico y político mundial en el que los pobres siempre son los perdedores.
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