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La crisis económica, dura en intensidad y larga en el tiempo, ha supuesto una merma de los beneficios con que operaban los capitales (extraordinarios, en las actividades financieras e inmobiliarias), reduciendo asimismo los espacios disponibles para su valorización. Las políticas implementadas por los gobiernos y por la troika han buscado restablecer los márgenes de ganancia, trasladando los costes de la crisis a la población trabajadora y creando nuevas fuentes de negocio para esos capitales. Tan sólo eso es lo que hay detrás del equívoco y confuso lenguaje oficial relativo a las políticas de austeridad y reformas estructurales.

En realidad, esas políticas son herramientas al servicio de un formidable proceso de redistribución regresiva de la renta, de un expolio social sin precedentes. Con independencia de que sus aspectos más extremos podrían suavizarse (flexibilizarse) cuando la urgencia de la coyuntura lo permita y cuando se haya culminado la primera gran oleada confiscadora, el núcleo duro de las estrategias de ajuste presupuestario y devaluación salarial han llegado para quedarse.

La devaluación interna, eufemismo que en realidad significa política de rentas salariales, designa quien debe pagar la crisis, los trabajadores, y ocupa un lugar medular en la recomposición de las ganancias empresariales. La "moderación salarial" ya dominaba la dinámica laboral europea desde hace más de tres décadas (¿es esa la Europa que algunos reivindican como salida de la crisis?). Ahora, con la introducción de la última generación de reformas laborales, con la permanente amenaza que pesa sobre los puestos de trabajo y con la presión a la baja de los ingresos de los trabajadores que suponen unos niveles de desempleo históricamente elevados, los salarios nominales se estacan o retroceden... abriéndose un camino que los empresarios recorren con satisfacción de mejora para los beneficios; sin necesidad de que lo haga la inversión productiva y sin que el consumo interno se dinamice.

La competencia a través de los salarios se instala en la Unión Europea, del mismo modo que ya impregna la dinámica de las empresas transnacionales, donde ya es habitual la competencia salarial entre los distintos centros de trabajo que integran el grupo corporativo. La lógica del ajuste salarial como mecanismo competitivo (¡¡lo verdaderamente importante es tener un empleo, cualquiera que sea su calidad!!) sitúa a Europa, a sus trabajadores, en una posición de extrema vulnerabilidad, pues, inmersos en esa lógica, para que las economías ganen cuota de mercado, se obliga a los trabajadores a perder derechos y capacidad adquisitiva.

Además de la presión sistemática y sistémica sobre los salarios, en la situación actual cobran una importancia creciente aquellos mecanismos de acumulación que podemos denominar como "extensivos" (sin eufemismos: más explotación), en oposición al crecimiento alimentado por la obtención de mejoras en la productividad. La jornada de trabajo tiende a alargarse al tiempo que se intensifican las cadencias y ritmos de producción, lo que de hecho significa una reducción de los salarios reales de los trabajadores. Igualmente, con el mismo objetivo de utilizar más extensivamente la fuerza de trabajo, se prolonga la vida laboral.

En resumen, intensificación de la explotación laboral, más que renovación y modernización de las capacidades productivas. Estos son los pilares sobre los que se está levantando la nueva Europa comunitaria, la que están impulsando las oligarquías productivas y financieras y las élites políticas, las que rigen los destinos del norte y del sur del continente europeo.